lunes, 22 de mayo de 2017

MIQUI VII
..Con solo cuatro o cinco pasos más, ya divisábamos la explanada que hay detrás de la escuela:
-Vaya cochazo -exclamé-. ¿No será el que espera por nosotras?
-Entonces por quien va a estar esperando.
Era un BMW blanco, nuevecito y, cuando estuvimos más cerca, pude comprobar que con los asientos de cuero.
   Eddie, que ocupaba la plaza de copiloto, se bajó del coche, nos saludó con dos besos, comentó lo guapas que íbamos y le cedió su plaza a Miqui. Luego abrió la puerta trasera y me invitó a entrar, sentándose a mi lado. El corazón comenzó a latirme muy deprisa. 
Vi que Miqui le acercaba la cara al que iba al volante para que la besara, imagino que con la intención de no ensuciarlo de carmín, aunque a él no le importó darle un pico en los labios.
Acto seguido extendió su mano hacia atrás y me dijo, "hola, guapa", mientras yo se la estrechaba. Mejor dicho, mientras yo apenas se la tocaba, entre otras cosas porque me pareció una mano muy grande, con los dedos largos y un sello de oro en el meñique en plan bastante hortera. Para colmo, en un segundo repasó con absoluto descaro mis piernas, que con aquella falda tan corta y sentada seguro que se le mostraban en toda su extensión.
Me ruboricé, junté las rodillas y con la otra mano tiré hacia abajo del dobladillo de la mini, procurando cubrirme aunque solo fuese un centímetro más.

   A primera vista no lo había reconocido. Llevaba el pelo tan largo como el mío, recogido en una cola, y vestía una camiseta de malla transparente en negro que parecía que iba a estallar bajo unos brazos exageradamente musculados. Ya entonces imaginé que a base de mucho gimnasio y proteínas, hormonas y todas esas guarradas que suelen venderles allí.
No entendía cómo Miqui se relacionaba con un macarra semejante. Pero cuando observé sus ojos a través del retrovisor del coche, una ráfaga de frío me subió por la espina dorsal. Era Hulk. Nunca he sabido su nombre porque todo el mundo le llamaba Hulk. 
Sus padres eran vecinos de mis tíos, los papás de Montse. Y, como mínimo pasaría de los treinta. Además estaba casado. Al menos el verano anterior lo había visto paseando por el pueblo con su esposa y un carrito de bebé. Así que si no se habían divorciado debía de seguir casado. 

Ese verano era la primera vez que lo veía, aunque él, según me confesó más tarde, sí que me había visto. 
   Nadie lo consideraba, lo que se dice una joya, precisamente. Solo cinco o seis años antes se había marchado a la capital de la provincia. Cada verano regresaba con unos cochazos como el de esa noche y en el bar pedía los whiskys más caros e invitaba a todos como si le sobrase el dinero. Vamos,  un auténtico fantasma, que es el calificativo más generoso que oí sobre él. 
CONTINUARÁ... mañana


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