... Con
solo cuatro o cinco pasos más, ya divisábamos la explanada que hay
detrás de la escuela:
-Vaya
cochazo -exclamé-. ¿No será el que espera por nosotras?
-Entonces
por quien va a estar esperando.
Era
un BMW blanco, nuevecito y, cuando estuvimos más cerca, pude
comprobar que con los asientos de cuero.
Eddie,
que ocupaba la plaza de copiloto, se bajó del coche, nos saludó con
dos besos, comentó lo guapas que íbamos y le cedió su plaza
a Miqui. Luego abrió la puerta trasera y me invitó a entrar,
sentándose a mi lado. El corazón comenzó a latirme muy deprisa.
Vi
que Miqui le acercaba la cara al que iba al volante para que la
besara, imagino que con la intención de no ensuciarlo de carmín,
aunque a él no le importó darle un pico en los labios.
Acto
seguido extendió su mano hacia atrás y me dijo, "hola, guapa",
mientras yo se la estrechaba. Mejor dicho, mientras yo apenas se la
tocaba, entre otras cosas porque me pareció una mano muy grande, con
los dedos largos y un sello de oro en el meñique en plan bastante
hortera. Para colmo, en un segundo repasó con absoluto descaro mis
piernas, que con aquella falda tan corta y sentada seguro que se le
mostraban en toda su extensión.
Me
ruboricé, junté las rodillas y con la otra mano tiré
hacia abajo del dobladillo de la mini, procurando cubrirme aunque
solo fuese un centímetro más.
A
primera vista no lo había reconocido. Llevaba el pelo tan largo como
el mío, recogido en una cola, y vestía una camiseta de malla
transparente en negro que parecía que iba a estallar bajo unos
brazos exageradamente musculados. Ya entonces imaginé que a base de
mucho gimnasio y proteínas, hormonas y todas esas guarradas que
suelen venderles allí.
No
entendía cómo Miqui se relacionaba con un macarra semejante. Pero
cuando observé sus ojos a través del retrovisor del coche, una
ráfaga de frío me subió por la espina dorsal. Era Hulk. Nunca
he sabido su nombre porque todo el mundo le llamaba Hulk.
Sus
padres eran vecinos de mis tíos, los papás de Montse. Y, como
mínimo pasaría de los treinta. Además estaba casado. Al menos el
verano anterior lo había visto paseando por el pueblo con su esposa
y un carrito de bebé. Así que si no se habían divorciado debía de
seguir casado.
Ese
verano era la primera vez que lo veía, aunque él, según me confesó
más tarde, sí que me había visto.
Nadie
lo consideraba, lo que se dice una joya, precisamente. Solo cinco o
seis años antes se había marchado a la capital de la provincia.
Cada verano regresaba con unos cochazos como el de esa noche y en el
bar pedía los whiskys más caros e invitaba a todos como si le
sobrase el dinero. Vamos, un auténtico fantasma, que es el
calificativo más generoso que oí sobre él.
CONTINUARÁ... mañana
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